Gaede
La propia revolución es conocerse
La primera cayó cerca, a mis pies. La segunda conseguí esquivarla, pero la tercera piedra, ya no la vi venir. De las siguientes no tengo conciencia, no sentía los impactos, solo el lento padecer de encontrarme poco a poco sepultado, inmovilizado, enterrado en vida. Y la oscuridad. Sí, la oscuridad, esa ciega espesura que no ve nada, esas tinieblas que sin hablarme me ensordecían, esa ausencia donde las horas, los minutos, los segundos, se deshacían, caían por una larga pendiente donde no había nada, y se convertían en días desprovistos de sentido, de pasos lentos, arrastrando los pies, en semanas de plantarle cara a una voraz enfermedad a la cual no puedes aguantarle la mirada, que se apodera de uno y te subyuga. Y nada se movía, pero aún así, el tiempo me despojo de todo.
No recuerdo el momento, ese corto intervalo de tiempo que un hilo de luz se hizo presente, ese instante en el que distinguí un lejano punto de claridad, una luz débil, tenue, pero luz. Y sentí que tenia que poner todas mis fuerzas en abandonar aquel lugar donde no podía reconocerme, en luchar por lo que sabia y no pensaba, en recuperar palabras que habían perdido todo su significado. Y la vida volvió a dolerme de nuevo.
Nunca había sido tan consciente de algo. Tenia que alejarme de ese invitado al cual no esperabas, y decirle que aquí no vas a volver nunca, que jamás te devolveré la visita, que nunca estarás demasiado lejos. Y vas arañando serenidad a la languideciente irrealidad, vas restando para ir sumando presente, tal vez, solo para buscar una nueva mentira habitable. Y no tienes nada. Y nada de lo vivido cuenta, nada borrara lo que intentas olvidar. El dolor lo apaga todo, pero no lo borra. No puedes dejar de sentir, ni hay ceguera en las derrotas, ni se puede vivir aletargado en la anestesia de la insensibilidad que provoca la medicación.
Ahora la verdad es solo una. Una única salida. Y no era otro que yo, el que tenia que abrir horizontes, perder el miedo al mañana, vencer el vértigo a lo desconocido. Tenia que respirar un aire nuevo, distinto, cerrando el paso a los sueños, a las divagaciones. Y buscas como mantenerte en pie antes de pensar en dar un primer paso, en como caminar si no te atreves aún a abrir los ojos, en como vencer tus miedos si te aferras a un presente de ahogadas esperanzas para dejar atrás el pasado y comenzar a buscar un destino, porque qué son los caminos sino islas donde naufragamos.
Y buscas compañeros de viaje para esos primeros pasos dubitativos, exhaustos, de moribundo. Y tanteas como conseguir apoyo, pero las instituciones públicas en un principio solo te medican. Y sabes que sin ayuda va a ser complicado, difícil salir de unos días sin un antes ni un después, de un tiempo de monosílabos. Pero las casualidades cuentan, marcan tus pasos venideros. Y de esa casualidad del destino os voy a hablar, de como una mera circunstancia puede encender una cerilla, desatar un nudo, despertarme, para sacudirme, levantarme y desentumecer mis sentidos e intentar descifrar lo que aun sentía por dentro, desinfectar heridas, en definitiva, vomitar toda la porquería que inundaba mis pensamientos.
Conocía el Ateneu l’Harmonia de Sant Andreu, alguna vez me había interesado por los cursos de fotografía que impartían trimestralmente. En una ocasión, me apunte, pero no llego a celebrarse por falta de inscripciones. Una de las pocas distracciones de los largos meses de encierro fue clasificar mi colección cervecera, las chapas, posavasos e etiquetas que tenia en cajas, así como ordenar cajones, revistas y cientos de papeles que vas acumulando. Entre ellos estaba un tríptico de Gaede (Grupo de Análisis y Estudio de la Dependencia Emocional). Supongo que seria en una de mis visitas al Ateneu como llego a mis manos y fue a parar a unos de esos montones de papeles que acumulaba en casa.
No recuerdo cual fue la motivación, después de leer ese tríptico, que me llevo a contactar vía email. La verdad, es que poco importa ahora. Lo crucial y verdaderamente importante era que me contestaron citándome para una tarde de la semana siguiente, y que tras esa reunión me propusieron unirme al grupo terapéutico de los viernes por la tarde que hacia solamente unas semanas que se había puesto en marcha. Supongo que el compromiso por mi parte de asistir regularmente, implicaba en ese momento, el salir de casa, el compartir durante tres horas un espacio con mis compañeros de grupo. Todo un reto, después de pasarme más de medio año encerrado en casa, sin relacionarme con más personas que con mi doctora de cabecera, y psicólogos y psiquiatras.
Muchas veces, no sabes como encarar un tema, pero a la hora de plantearme explicar mi experiencia durante los 7 meses que asistí, no tengo duda, antes de nada hay que centrarse en la persona que guiaba el grupo, el terapeuta o como queramos denominarlo. Esa persona es Sergi Ferrer. Es difícil concentrarlo, resumirlo en unas cuantas palabras, siempre puedes hablar de la metodología, pero destacaría su cercanía, y sobre todo, su forma de encarar los temas que tratábamos, la forma de explicar cuestiones que a lo mejor nunca te habías planteado, su manera de hacerse entender, de llegar con sus palabras y conseguir que muchos días salieras de allí, y camino a casa. siguieras recapacitando sobre lo que habíamos hablado esa tarde. Y he de confesar que en alguno de esos paseos, caminando de vuelta a casa, más de un día las lágrimas afloraron. Algo que tenias escondido o que apartabas, pero estaba ahí, en tu interior, se removía.
Cabe decir de antemano que nunca he sido una persona con una gran autoestima, sino todo lo contrario. Y si hablamos de mi equilibrio emocional, siempre he tendido a la negatividad, a verlo todo desde el lado malo, así si alguna vez te caías, estabas ya prevenido. Soy nervioso, de aquellos que le dan mil vueltas a cualquier cosa, que les cuesta salir de su zona de confort. Introvertido en exceso y, además, nunca he sabido gestionar mis emociones adecuadamente. Con este cóctel explosivo, cuando te falla aquello a lo que te aferras para subsistir, el batacazo es irremediable. Solo – lo digo con cierto cinismo e ironía – fueron 29 meses de baja por depresión, estar ingresado en dos centros de día de Salud Mental, y seguir en proceso de recuperación hasta vete tú a saber, tal vez, para siempre, porque ya no puedes bajarle la guardia a esta enfermedad. Explico todo esto como preludio, porque no sé como explicar, de revivir con palabras lo que aprendí en esos meses, aparte de conocerme mejor, eso sin duda. Lo intentaré…
Para empezar, creo que no es conveniente, ni sano, el no encarar el dolor, vivir evitándolo. En algún momento tienes que ponerte frente a él. Gaede fue el primer lugar donde acudí por voluntad propia para salir del cautiverio, el primer paso para dejar atrás mi enfermedad, la maldita depresión. Creo que la primera frase del tríptico que tenia en mis manos fue la chispa que consiguió iluminar algún recóndito espacio de mi conciencia. «Codependencia es el grado de sufrimiento que se experimenta delante de la propia vida al considerarla inaceptable, y que es la base de las diversas adiciones con las cuales se intenta combatir el estrés que nos genera». No encontrar sentido a la vida, la triste inercia de un día tras otro arrastrando su rutina. Más de una persona que lea estas líneas en algún momento de su vida habrá sentido ese vacío, el de una vida que no le satisface en absoluto cuando se diluye el tiempo en la nada. Y la manera de llenar ese vacío, de ocuparlo con algo, en mi caso fue enganchándome al trabajo, viviendo para el trabajo. Ocupando tu mente las 24 horas no tienes tiempo de pensar en tu «miserable» existencia. Y ese dolor que se manifiesta, que convive con nosotros, hay que saber reconducirlo. Es un combate encarnizado, pero sabes que aun perdiendo te salvará. «Es dolor, pero es un dolor que nos libera en vez de aprisionarnos»
En esos años de bajada a los infiernos – más bien a tu propio infierno, porque eres tú, y no otro el que lo ha creado, el que vive perdido en un laberinto de callejones sin salida, eres tú, al que derrotan sus miedos- aprendes a renunciar, pero renunciar es algo más que dejar atrás, es deprenderse. Nos empeñamos en ser felices, en buscar la felicidad en todo momento. ¿Para qué? Somos unos privilegiados. Seguimos aquí, surcando ese camino donde no hay un fin sino muchos comienzos. No somos conscientes del privilegio de vivir, de respirar, de sentir, de pensar… Siempre queremos más, nos enseñan que hay que desear el poseer cosas, sean materiales o inmateriales. Ese deseo nos hace infelices, porque siempre queremos más. Queremos el trabajo perfecto, el amor perfecto, y para poder vivir con nuestros traumas nos convertimos en personas dependientes emocionalmente. Acabamos viviendo como unos extraños para nosotros mismos. Y cada cual busca su salida.
En mi caso, vivía resentido conmigo mismo por no ser de otra manera. Por ejemplo, no he aprendido a aguantar la falsedad, la hipocresía, el servilismo, no he sabido afrontar este modo de vida competitivo, que nos lleva a pisarnos los unos a los otros, a querer ser más que el de al lado. Al final, te rindes a la verdad. No cambias, solo aprendes. Es un viaje desde la sinceridad, un largo camino a recorrer donde te haces consciente de tus debilidades. Reconocer que somos vulnerables. Y sabiendo de donde vienes puedes decidir el camino a tomar.
Para las personas que quieran profundizar más en este tipo de terapias, pero se muestran indecisas, os aconsejaría la lectura del libro de Sergi: «La revolución afectiva: de la dependencia emocional al agenciamiento afectivo». Al contrario que otros libros, en este ya te dejan claro en la introducción que «este libro que basa el modelo terapéutico de GAEDE no pretende cambiar a nadie». Lo que en un principio puede ser chocante, que no te prometan nada de antemano, tras una primera lectura, porque seguro que lo leerás al menos una segunda vez, encuentras el sentido. Mejor aprender cada uno a aceptarse como es, que luchar toda la vida por intentar ser otra persona, no nosotros mismos con nuestras flaquezas y debilidades, o como también podemos leer en dicha introducción, «lo que ocurre cuando me cuento que quiero cambiar pero en realidad lo que quiero es que todo cambie menos yo», y mientras tanto no olvidamos de vivir, ya que «lo verdaderamente terapéutico es vivir».
Como ya os he comentado, el proceso de recuperación de mi depresión me ayudo a conocerme mejor, y ese conocerse te lleva también a aceptarse, a no rehuir una parte de mi Yo. «Negar aspectos que nos pertenecen aunque resulten dolorosos es negar una parte esencial de la vida». Y ese conocimiento lleva implícito abrirme a nuevas lógicas, evitar que mis pensamientos generen sufrimientos, sostener tus vulnerabilidades, aceptarse pero no rendirse. «No se trata de superar, negar o dejar atrás, sino de reconocer, validar, agradecer, liberar, perdonar, acompañar, sostener, aceptar y amar»
Recuerdo otra frase del libro que dice: «Queremos protegernos y lo que hacemos es bloquearnos»
«Cada una de nosotras estamos ceñidas a una particular manera de contarnos la vida que al mismo tiempo es inconsciente»
La revolución afectiva cuestiona las estructuras de poder que enjuician, tasan y evalúan nuestra identidad y la someten a ideales que nos llevan a contradicciones insalvables a cambio de una falsa sensación de control. Entre lo que es y lo que debería ser hay una persona que sufre por no dar la talla, por no ser adecuada, por no pensar ni sentir «correctamente» o por miedo a perder su estatus. Esta obra apuesta porque el dolor proscrito recupere su legítimo lugar en nuestras vidas, para escapar de cárceles románticas y liberarnos de las expectativas que bloquean nuestra capacidad de amarnos incondicionalmente.
El agenciamiento afectivo es un medio de descubrimiento de la verdad misma, esto es, honestamente; del amor por el amor mismo; esto es, amorosamente; del compromiso por el compromiso mismo; esto es, humildemente. Es en el desarrollo de estas capacidades en que se basa este manifiesto que aborda las dificultades en el establecimiento de vínculos de confianza.
*Texto contraportada